miércoles, 20 de enero de 2010

The end...


Me encantan los finales. Un orgasmo. Una despedida. Un lacrimógeno desenlace en una película. Adoro los finales. Un final de canción de esos que estallan. Zas! Las notas se descomponen en pequeños átomos que inundan tu cabeza. Y tarareas, tarareas. Contra tu voluntad: tarareas. Esos finales.

O las discusiones. No las que se arreglan con un polvo o con un abrazo. Ni siquiera esas que mantienen silencios de días o incluso meses y que, finalmente, se olvidan por hastío. Me gustan las que suponen un fin. Cuando discuto con alguien para siempre lo sé: lloro. Lloro, me pierdo y como chocolate.

Y, sin embargo, hay dos finales que no me gustan. Los desenlaces en los libros y la muerte. A veces empiezo libros que no llego a terminar, prefiero imaginar por mi misma qué va a pasar. Cuando conozco a los personajes yo decido si van a ser felices, si se mueren, corren, saltan, viven, o se encierran en su cuarto a escuchar música melancólica y no salen nunca, nunca más. Es una lástima que no pueda hacer lo mismo con las personas: por eso, no me gusta la muerte.

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