domingo, 6 de junio de 2010


Hace algún tiempo que me cuesta escribir. Escribo mucho cuando estoy deprimida. Luego lo releo y me parece todo horrible. Tengo la suerte, o más bien la desdicha, de que no me lee nadie.
Ultimamente, como decía, no escribo. Eso quizás quiera decir que la tristeza me ha abandonado por un brevísimo instante. Estoy tranquila, sé que volverá: nos llevamos de maravilla. Regresará cuando vuelva a Madrid. Con mi ciudad favorita vendrán a mí cientos de preocupaciones. La más importante de todas me persigue. Él sigue pensando que yo soy invisible, y sigue tirandose a una mujer que es en sí una demostración empírica de la no existencia de Dios. Un ente superior no habría creado un ser tan insulso y aburrido. No encuentro una palabra en castellano, inglés, portugués, francés o italiano que describa de forma perfecta lo absurda que es. Quizás deba plantearme aprender Inuktitut: los esquimales tienen miles de palabras para hablar de la nieve, quizá ellos tengan el término justo que refleje mi odio.

viernes, 23 de abril de 2010

-¿Qué quieres hacer?
Silencio. Quiero estar sola, pero no voy a decirtelo. También quiero que me abracen. Muy fuerte. Pero no quiero que me abraces tú.
-¿Vamos al cine?
Me miras. Nada.
-¿Quieres que paseemos por el centro? Podemos empaparnos con la lluvia...
Nada. Nada. Nada. Me miras desesperado.
-¿Qué quieres? Dilo. Hoy vamos a hacer lo que tu quieras.
Esbozo media sonrisa:
-Llevame a la luna.
No te lo piensas dos veces. Te retuerces para alcanzar la camiseta amarilla que tienes tirada en la parte de atrás del coche. Me vendas con ella los ojos y arrancas el coche. Salimos de allí deprisa.
No hablamos en todo el camino.
Al llegar, me quitas la venda ilusionado. No se donde estamos...
-¡El planetario!-susurras y te ries.
Y sonrío yo también.
-Lo llenas todo cuando sonríes. Y cuando estás triste también. No se como lo haces, pero lo llenas todo.
Te preguntó:
-¿Todo?
-Al menos, los 105 litros cúbicos del coche sí.

Y lo único que se me ocurre pensar es que no eres la persona adecuada para decirmelo. Y que espero llenar con mi sonrisa quinientos kilómetros a la redonda. Para que le lleguen a él, que está lejos, y se acuerde de mí y no de Cristina.

domingo, 14 de marzo de 2010

El otro día subí al Metro sin ningún destino. No lo había hecho nunca: el Metro es el transporte de aquellos que tienen prisa por llegar a un lugar concreto. Pues bien, me subí consciente de que contaba con todo el tiempo posible para analizar a los especímenes que allí me encontrase. No me dirigía a ninguna parada ni pretendía tomar ninguna linea en concreto.
La linea azul fue finalmente la elegida. Me senté, arrebatando el asiento a embarazadas, cojos y viejos. Yo había llegado primero y pretendía estar allí un rato largo.
Comencé a tomar nota bajo la atenta mirada de la cuarentona que se balanceaba de pie a mi derecha.
La gente se mezclaba, los átomos de los diferentes olores (algunos sumamente repugnantes e insalubres) se unían formando una especie de ambiente viciado que, personalmente, me asqueaba pero que a toda aquella gente no parecía importar. De frente: dos señoras. El bolso de Tous de una entrechocaba en cada frenada con la andrajosa mochila de la otra. No parecía molestarles.
Sólo llegué a una conclusión: el Metro es el nuevo comunismo. Marx estaría sumamente orgulloso.

miércoles, 20 de enero de 2010

The end...


Me encantan los finales. Un orgasmo. Una despedida. Un lacrimógeno desenlace en una película. Adoro los finales. Un final de canción de esos que estallan. Zas! Las notas se descomponen en pequeños átomos que inundan tu cabeza. Y tarareas, tarareas. Contra tu voluntad: tarareas. Esos finales.

O las discusiones. No las que se arreglan con un polvo o con un abrazo. Ni siquiera esas que mantienen silencios de días o incluso meses y que, finalmente, se olvidan por hastío. Me gustan las que suponen un fin. Cuando discuto con alguien para siempre lo sé: lloro. Lloro, me pierdo y como chocolate.

Y, sin embargo, hay dos finales que no me gustan. Los desenlaces en los libros y la muerte. A veces empiezo libros que no llego a terminar, prefiero imaginar por mi misma qué va a pasar. Cuando conozco a los personajes yo decido si van a ser felices, si se mueren, corren, saltan, viven, o se encierran en su cuarto a escuchar música melancólica y no salen nunca, nunca más. Es una lástima que no pueda hacer lo mismo con las personas: por eso, no me gusta la muerte.

martes, 19 de enero de 2010

Me aburren vuestras absurdas caras.


Cuando se siente sola ataca sin piedad el chocolate. Se mete cachitos pequeños en la boca de forma casi lasciva. Cuando se siente sola piensa que vive rodeada de inútiles y estúpidos que no la comprenden. Piensa que nadie se ha sentido nunca tan solo (ni siquiera en los dos mil diez años de historia). Nadie.

Pero también piensa que todos los demás son inferiores. Que no son tan inteligentes como ella: por eso no pueden comprenderla. Piensa que si sus amigos supiesen tanto de teatro o de literatura como ella sabe no ocuparían su tiempo en cosas absurdas e inútiles. Y se acuerda de ellos, los imagina tan nítidos como si los tuviese delante y se ríe por dentro. A carcajadas, porque son inferiores.

Luego, se acerca hasta el baño a pasitos cortos. Se mira en el espejo y se pinta los labios de un color rojo fuerte. Dibuja en sus labios una leve sonrisa y deja caer la mirada: ni Marylin Monroe lo hacía tan bien.

Cuando se reencuentra con ellos, cuando por fin tiene delante a sus amigos, les sonríe. Una sonrisa de oreja a oreja. Es su pequeña venganza contra el mundo por hacer que se sienta tan sola: sonríe porque ella es superior, porque (a pesar de estar abandonada al ostracismo) ella es realmente feliz.

miércoles, 13 de enero de 2010

Putos examenes.

Los exámenes me están dejando gilipoyas. Y se supone que todos esos conocimientos estúpidos e inútiles deberían servir para engrandecerme como persona. No se entonces por qué tengo la sensación de que saliendo a la calle, acercándome a una biblioteca, dedicándole dos horas a mi amado, amado teatro, teniendo una buena conversación acabaría aprendiendo más.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Madrid.

Madrid es una ciudad delirante, estúpida, vibrante a veces, maleducada. MALEDUCADA en mayúsculas. Me gusta creer que me parezco a ella a veces (se me va cogiendo cariño con el tiempo). Y me gusta creer que es por eso por lo que me gusta. Porque se parece a mí. Porque me parezco a ella. Nadie está totalmente cuerdo en Madrid. Desde luego, nadie que haya "entrado" de verdad en Madrid. Mi padre vivió algunos años allí. Mientras estudiaba. Solía decirme: "yo entre en Madrid, pero ella no entró en mí, hija. Ella no entró en mí". Pues os confesaré algo: a mí se me ha metido hasta la médula.
Me gusta ir sola a cualquier sitio. Sentirme sola, sola, sola. Sola de verdad. Y libre. Nadie te mira, nadie te quiere, nadie se preocupa por ti. Puedes morir en un tu apartamento de un bloque de pisos y que nadie se de cuenta de tu defunción hasta que el olor putrefacto de tu carne se evade por debajo de la puerta y vicia el aire del descansillo. Y, en caso de que tengas animales de compañía, puede transcurrir incluso más tiempo (los gatos son más antropófagos que los perros, a pesar de ser más suaves). Pero, ¿no es eso la libertad? ¿Hacer lo que te de la gana, sin que nadie interfiera ni lo más mínimo, no es acaso libertad?
Por eso, y un poco por poder ir a ver la misma tarde el Prado y una puesta de sol en el templo de Debod, amo Madrid. Por eso, y por poder estar con vosotros, ahora echo de menos Madrid.